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La necesidad de Dios.

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Enviado el 05-sep-2015 a las 20:21 por Quim
Actualizado 13-dic-2021 a 12:48 por Quim

Cuando pienso en el concepto "eternidad" me doy cuenta de una de mis limitaciones: soy capaz de entenderlo hacia adelante, pero me cuesta un poco entenderlo hacia atrás. Me explico.
Entiendo que algo pueda no tener fin, ni caducar, ni dejar de existir. Si ponemos, por ejemplo, una piedra en el suelo y la protegemos de elementos que puedan erosionarla como el viento, el agua, los cambios de temperatura y similares, puede estar ahí por los siglos. Venimos diez mil años después y seguirá ahí. Una vez comprobado que todo sigue igual nos vamos.

Volvemos al cabo de veintisiete mil quinientos setenta y cinco años y dos meses y con toda seguridad la piedra no se habrá movido ni cambiado. Inalterable, inamovible. No me cuesta entender el concepto de eternidad visto hacia adelante. No me cuesta entender que mi espíritu, o sea, mi verdadero yo, es eterno, inmortal, que va a estar (que voy a estar) por los siglos.

Cuando me arde la cabeza, cuando me siento pequeñito y se agiganta mi perplejidad es cuando lo considero "hacia atrás", cuando pienso que algo haya podido existir siempre. Ahí tengo el problema, aunque cuando hablamos de eternidad sea lo más lógico, esto de no tener principio. Es como el espacio. Si existiera una nave capaz de alcanzar la velocidad de la luz, y nos montáramos en ella, nunca llegaríamos al final del universo. En ningún momento, por mucho que durara el viaje y por mucha velocidad que pudiéramos alcanzar, toparíamos con un muro que limitara el cosmos, siempre habría más, y más, y más. Es lógico que sea así, porque si hubiera un límite, la pregunta sería: ¿Qué hay detrás de ese límite?

Y aun así, al dejar volar la imaginación hacia los confines del cosmos me siento incapaz de entenderlo. En realidad hace tiempo que desistí de llegarlo a entender, pero me gusta regodearme de vez en cuando en mi pequeñez porque eso me hace todavía más consciente de su grandeza. Y ni te cuento de la grandeza del que lo sostiene todo en su sitio...

Dios no tiene principio. Siempre ha estado. Siempre ha sido.
Y le pregunto: ¿Y cómo era tu existencia, Señor? Antes de crear a los ángeles, ¿Cómo era? ¿Estabas, y ya está?
Me traslado mentalmente hasta un día antes de que decidiera crear los ejércitos celestiales y me entra una especie de vértigo. El todopoderoso,solo, en medio de la nada. No tengo palabras para expresar fielmente lo que siento al pensar en esto. Me cuesta entender plenamente el concepto "eternidad" visto hacia atrás.
Pero esto, lejos de ser una pérdida de tiempo me abre los ojos, a pesar de las más que probables inexactitudes, respecto a cosas que afectan mi visión de la cotidianidad y por lo tanto, de mi vida.

Cuando Dios estaba solo, si bien tiene en sí mismo todo lo necesario como para no necesitar nada, decide crear unos seres espirituales para que estén a su servicio, miríadas de ellos. Y los hizo perfectos, puros. Pasaron lo que para nosotros serian ¿Veinte, quinientos, ochocientos mil millones de años? ¿Diez minutos?, hasta que decidió crear al hombre a su imagen y semejanza. ¡¿Por qué?!
Muchas veces, conversando sobre ésto o aquéllo, me he hecho (le he hecho) esta pregunta. ¿Cuál es el motivo de que decidieras crear al hombre? ¿Qué necesidad tenías de crear lo que yo conozco como "la existencia"? Además, sabías que te iba a fallar, que la cosa se iba a torcer; ¿era necesario que te complicaras la vida?

La respuesta me parece tan obvia que casi me da vergüenza. Quizás haya mil respuestas diferentes, y todas ciertas, pero a mí me basta con una. Y esa respuesta hace que vea a Dios como una persona, con sus sentimientos, su carácter, sus gustos y sus apetencias. Hace que vea a mi Padre como alguien accesible, cercano, capaz de interesarse por las tonterías que a mí me parecen importantes, por las bobadas a las que yo llamo problemas. Alguien que, siendo quien es, -¡siendo quien es!- no tiene reparos en bajar hasta mi nivel para caminar a mi lado.
La respuesta se encuentra en la misma esencia de Dios, en lo más profundo de su ser.
La Biblia nos explica exhaustivamente quien es Dios. Nos explica sus atributos, sus características, su poder y gloria, sus filias y sus fobias. Y también dice algo que, sin menoscabar las otras cosas, percibo como esencial: Dios es amor. En realidad esa cualidad es la que da una noción de hacia adonde van dirigidas todas las demás cualidades. Pone todo su ser, toda su potencia, todo, al servicio del amor.

Y aquí es donde la cosa se pone interesante. Aquí, cuando llegamos al momento en el que decide crear al hombre dejando en él parte de su esencia. Creo, sin lugar a dudas, y he aquí la respuesta, que lo que Dios pretendía al hacer esto era satisfacer una necesidad: tener a alguien a quien expresarle su amor, alguien de quien recibir y a quien dar, alguien que se identificara con Él, que razonara y fuera capaz de alegrarse y alegrarle.

No me preocupa mucho el hecho de que alguien pueda argüir que Dios no necesita nada y que cualquiera que diga lo contrario (yo, ahora) está equivocado. Y soy generoso porque intuyo que usaría palabras más, digamos, contundentes, que no "equivocado". No me preocupa mucho. A Jesús le crucificaron por decir cosas que, en apariencia, contradecían todo aquello que había constituido la vida de los que le escuchaban.
Esos tipos, desde pequeños, habían sido instruidos en la ley, la inmutable ley de Jehová y ahora, de repente, les aparece un individuo que dice que hay verdades superiores.
-¿Verdades superiores a la Ley? Vaya, hay que crucificarlo. Se lo merece. Por blasfemo. (Y es que este atajo de religiosos ignoraban que la Ley, discernida espiritualmente, nos lleva más allá de lo que nos lleva su simple comprensión intelectual).

Cuando uno es niño, recibe leche y es necesario que sea así. Pero cuando uno es adulto la leche ya no se toma como el principal alimento. Se toma con el café, después de los postres. Una de las ideas centrales del nuevo testamento es "acceso". Tenemos acceso a Dios, a través de su hijo, Jesucristo. Y, aprovechando ese acceso, esa puerta abierta hacia lo eterno, podemos vivir la vida tal y como Dios la diseñó, en completa comunión con él.
Cuando digo comunión no me refiero a eso que solemos decir (he oído tanto esa palabra entre gente que tan solo tienen contacto entre ellos dos horas a la semana, que he llegado a preguntarme si realmente saben su significado...). Me refiero a vivir juntos. A caminar juntos. A pelear y celebrar las victorias juntos y a compartir la tristeza cuando las cosas parece que no salen bien. Juntos de día, juntos de noche, al levantarme, al acostarme, cuando voy por el camino y cuando me estoy lavando los dientes.

¿Cómo sería un día normal en la vida de Adán, antes del día de autos? ¿Cuál sería su reacción en ese momento en el que Dios dejaba lo que fuera que estuviera haciendo para, simplemente, pasear a su lado por el huerto? ¿Postrarse en el suelo, totalmente sobrecogido ante la majestad y gloria del Creador?
Que cada cual responda lo que crea. Estoy convencido de que el postrer Adán nos regala la posibilidad de comprobar por nosotros mismos el tipo de relación que Dios desea tener con nosotros. ¿Qué es ser guiados por el Espíritu? ¿Dios quiere que seamos guiados por Él un par de horas al día? ¿O quizás solo los domingos?
El ejemplo de Jesús es irrebatible, afortunadamente. Él nos muestra el verdadero significado de "comunión".

Tantas y tantas veces se nos dice que estaba, a solas, con el Padre... Tantas y tantas veces... Uno llega a pensar que tenían una relación de lo más estrecha, ¿verdad? Durante horas, durante días, durante toda su vida. Así podía afirmar fehacientemente que "el Padre y yo somos uno". Así su relación con los demás, sus reacciones ante las circunstancias de la vida, su ir y venir, su entrar y salir, llamaban tanto la atención: era más que un hombre; era el Hijo de Dios.

Vértigo. ¡Pero que lejos llego a estar de tener una relación semejante! ¡Pero que lejos!
Vértigo. Porque, sabiendo que estoy tan lejos, a la vez, soy consciente de que estoy cerca, muy cerca. Tan cerca...
En mi propio interior se encuentra la respuesta. Dentro de mí mora el Espíritu Santo, la plenitud de Dios, y llama desesperadamente. Insistentemente pica a la puerta, grita, me anhela, me desea, me necesita. Necesita que le abra, que le franquee la entrada, que le permita tener la comunión que es imprescindible para que yo pueda decir fehacientemente "el Padre y yo somos uno". Así mi relación con los demás, mis reacciones ante las circunstancia de la vida, mi ir y venir, mi entrar y salir, llamarán la atención: seré más que un hombre; seré un hijo de Dios.
Seré lo que Dios necesita: un instrumento, un vocero de su amor. Y a fe que yo también necesito serlo. Que todos necesitamos serlo.
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